Escribir es una labor de alfarería: las palabras son el barro en que se hunden las manos; el lenguaje, el torno que las moldea; después de cocida, la literatura es el barniz que remata la pieza.
Cuando yo era muy pequeña y aún no sabía leer ya identificaba los nombres de los productos que se anunciaban en los carteles. Mientras fui al colegio, durante los largos trayectos en autobús me fijaba en las vallas publicitarias, en los rótulos de los comercios y repasaba mentalmente los trazos de las palabras hasta asimilar sus formas..

Desde niña me gustó la arcilla de las palabras, así que lo natural era que me interesara por la lectura. Alguna de esas lecturas estaban en los libros escolares, como las leyendas de la historia antigua española, aquellas gestas en las que los protagonistas no se avergonzaban de su valor, como los versos arrebatados de Espronceda ante el espanto de la muerte, o las metáforas sobre la vida de Jorge Manrique y de Calderón de la Barca. Aunque yo entonces no me percatara se iban grabando en mi espíritu el sentido del heroísmo, la angustia vital, la idea de que la vida es un frenesí.


Leí en la adolescencia lecturas de adultos, biografías, libros de viajes. Me pregunto por qué elegiría aquellos primeros libros que compré sin seguir ningún criterio, ninguna recomendación. Y creo encontrar la respuesta en el interés por la realidad. La realidad me resultaba, y me sigue pareciendo, más fascinante y misteriosa que las novelas de seres de fantasía y mundos mágicos.
La vida cotidiana en su faceta menos trivial, los seres humanos con sus contrariedades, ambiciones, inquietudes, huyendo siempre de los estereotipos incluso aunque estos sean bien reales...ésa es la materia de lo que escribo. El lector de mi obra, aún escasa, encontrará en ella asuntos en los que reconocer la humanidad de seres corrientes y tan particulares como nos sentimos cada cual con nuestras vivencias en el mundo en que nos haya tocado vivir.